BOLIVIANO SOS

Por: Gabriel Mamani Magne  

El bolivianómetro de algunos brasileños es infalible.

-¿Visitante?-, me pregunta en portugués uno de los policías. -Sí-, respondo.

Es de noche y estoy en el estadio Vila Belmiro, en Santos, Brasil. El The Strongest -mi equipo- va a jugar contra los locales en algo más de media hora. Como no he podido conseguir entradas para la sección de los visitantes, me ubico en la platea de los torcedores santistas. Soy una espina entre el rosal, un pingüino en el Sahara, un vello en la cara de un lampiño: a mi alrededor sólo veo personas rubias o mulatas que lucen los mismos colores que alguna vez sudó Pelé.

-Venga conmigo-.

Para un hincha de verdad, el partido no comienza cuando se supone que empieza el partido. El juego empieza antes: en el viaje, en la fila para las entradas, en ese dulce insomnio que revuelve la noche de quien sabe que al día siguiente su equipo tiene una cita con la historia.

El policía dice que me conviene salir de aquí. Me habla en tono amable, me conduce hacia la reja que separa a las dos hinchadas.  Mi partido personal ha empezado y acabo de recibir mi primera tarjeta: roja directa.

En la gradería visitante no hay nadie. Por lo visto, soy el primero en llegar. Mis compatriotas se aparecen a cuentagotas: primero son tres, luego ocho, ahora 10. Veinte minutos después, la puerta de entrada deja de parecer una pila de la que rara vez gotean personas cobrizas y mudas y ahora se asemeja a una cañería reventada de la que emana un río de estronguistas que tienen el cinismo de insultar a los brasileños en perfecto portugués.

-¿Dónde vives?-, me pregunta Rogelio, uno de los primeros hinchas en hacerse presente.
-En Río de Janeiro-, respondo. 

-¿Y ahí también te joden? 

Rogelio es uno de los 80.000 bolivianos que viven en São Paulo. Al igual que la mía, su butaca estaba ubicada en la platea local. Al igual que a mí, la Policía ha decidido que, por seguridad, lo mejor era trasplantarlo al corral de la visita.

Cuestión de cueros: nada del otro mundo. 

Para muchos brasileños, la bolivianidad se mide por el aspecto. El elemento racial se superpone al cultural: que la diversidad y la plurinacionalidad se guarden para la revista que BOA regala en sus aviones: aquí lo boliviano es la piel, el pómulo alto, el metro sesenta y cinco de estatura, un estambre de cabellos lisos que las capas de gel no han podido dominar. 

-No creen que soy boliviana.

Dice Paola, una paceña que vive en São Paulo desde hace más de tres años. La conozco en la posada Alojaki, en Santos, horas después del partido. Viste una camiseta atigrada demasiado grande para su cuerpo. Tiene la piel clara. La nariz aguileña. Dice que la confunden con chilena y parece orgullosa de ello. Cuando le pregunto cuál es el nombre del famoso barrio de bolivianos ubicado a media hora de la avenida Paulista, responde que no sabe.

 -Nunca he ido… Por seguridad.  

El tono de su voz me recuerda al modo en el que algunos amigos residentes de la zona sur se refieren a todo lo que está más allá del Prado paceño. Sólo falta que diga que esa calle es algo así como el "Mordor” de São Paulo -tal y como algún genio zonasureño bautizó a El Alto luego de la inauguración de la línea Verde del teleférico-, y así completará el perfil estereotipado de la niña bien que no quiere juntarse con los bolis de los talleres para no ser confundida con narcotraficante.

 En todo caso, Brás, así se llama el barrio en cuestión, parece un pedazo de la Garita de Lima injertado en la zona más comercial de São Paulo. Estoy con mi amigo Álvaro, residente en Brasil desde hace casi cuatro años, y jugamos a contar compatriotas. Es inútil: son tantos que el único juego que valdría la pena sería contar cuántos brasileños hay en esta suerte de gueto altiplánico.  
-Somos para el Brasil lo que México es para Estados Unidos.  

  Caminando por la rua Coímbra, la saudade se disuelve con el aroma de un api que una doña vende en un toldo casi calcado de las Alasitas. Al lado, un muchacho ofrece sardinas Lidita y, según me cuenta, su esposa tiene un puesto de salteñas pocos metros más allá.

 Una adolescente de flequillo teñido revisa la sección de telenovelas coreanas en un puesto de DVD  piratas. Boliviana a leguas, negocia con el dueño en un portugués tan nasal como el de cualquier paulistano.  

-Son bolivianos de segunda generación. 

 Menciona Álvaro. De  hecho, su esposa, que nació aquí, es una de ellos: boliviana por sangre, brasileña por el pasaporte. Así como su nacionalidad doble les permite menos burocracia en los aeropuertos de ambos países, el rechazo que estos bolivianos experimentan se manifiesta siempre en dosis duplicadas: en Bolivia se burlan de ellos por no hablar bien español; en Brasil los joden por su aspecto aymara. 

 Otro genio -esta vez miraflorino- me dijo que es cuestión de hábitos, que si los bolivianos de Brasil se comportaran como debe ser nadie nunca se metería con ellos.

Falacia total. Álvaro, que es médico -es decir, que en la pirámide social del imaginario clasemediero nacional e internacional se encuentrano muy lejos de la cima-, me cuenta que hay pacientes que, al ver su pinta (estatura baja, rasgos afilados), piden ser tratados por otro profesional. Esta realidad ya no sorprende a nadie: el bolivianómetro de los paulistanos tiene mucho del cholómetro de los paceños y del collámetro de Santa Cruz.

"Las heridas se parchan con dólares”, escribió hace años Lemebel en una carta al presidente de su país. En el caso boliviano, los arañazos se parchan con reales… Y con cerveza Skol.

 -¿Bebes?-, le pregunto a Álvaro. 

-Rara vez-, responde, -la última vez ha sido el año pasado, cuando mi familia me ha visitado.

 Familia. Alguien debería coserle la boca a todos los migrantes que pronuncian esa palabra… 

De vuelta a Río de Janeiro -ciudad en la que vivo desde hace más de un año y donde la población boliviana no es significativa-, la mujer que viaja a mi lado me despierta con una voz cantarina.  

-¿De dónde sos?

-De Bolivia.

-Ah, yo estuve ahí hace poco. Yo soy uruguaya. 

Se llama Renata. Vive en Río desde hace cinco años y hace dos que no regresa a su país. Nos hacemos amigos: quedamos en beber unas cervezas el próximo fin de semana. 
Parches, parches.  

- Articulo publicado en Pagina Siete

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