LA METAMORFOSIS DE DANIEL ORTEGA


Raúl Prada Alcoreza

Dedicado a las víctimas del terrorismo de Estado, a las y los movilizados en defensa de la vida, de la democracia y del legado sandinista.
Resultado de imagen para RAUL PRADAHay que escudriñar, se decía antes, en el alma humana, como si hubiese una sola alma en los humanos; sin poner en cuestión eso del alma, es decir del espíritu, que forma parte de la economía política religiosa, que separa espíritu de cuerpo, valorando el espíritu, desvalorizando el cuerpo, cuando el espíritu es efluvio del cuerpo. Dejando de lado estas observaciones a la epistemología religiosa y a la epistemología filosófica, queda lo de escudriñar, pero en las estructuras del sujeto, en las estructuras constitutivas de la subjetividad, para decirlo de una manera moderna. Al respecto, para enunciarlo de una manera directa, una de las preguntas es: ¿por qué los sujetos sociales buscan ideales para justificar sus crímenes? Dicho en otras palabras, ¿por qué tienen que elevarse al cielo para justificar los asesinatos en la tierra? ¿Por qué quieren encontrar motivos sagrados o trágicos para legitimar los actos pedestres y entre ellos el más pedestre, el crimen de sangre?  ¿Qué hay en estos contrastes fuertes en el comportamiento humano? ¿Por qué se buscan motivos divinos o ideológicos para justifica los crímenes de lesa humanidad?

Esta conducta aparentemente es indescifrable, nos traslada a contradicciones inexplicables e inherentes en el sujeto constituido. Pero, un crimen es un crimen, un acto en extremo violento, que quita la vida; esta acción supone una desvalorización pavorosa de la vida, así como un desprecio espantoso por la vida, a tal punto que sobre la vida se colocan mitos, imaginarios, ideales, razones mayúsculas, entre ellas la razón de Estado. Esta desvalorización solo es posible cuando se da un desconocimiento descomunal de la vida, cuando se supone que la vida no vale nada o su valor es ínfimo cuando se la compara con ideales. Los ideales son eso ideales, ideas, productos de la razón abstracta; la misma que no podría desenvolverse si no hay vida. Hay pues una distorsión perversa en esta apreciación, que solo puede darse bajo la hegemonía de la ideología, la máquina abstracta de la fetichización. Es decir, solo puede darse en el círculo vicioso de la ideología. La ideología se considera no solo como la verdad, sino que se cree la esencia de la existencia misma, como si la existencia y la vida no fueran posibles sin esta esencia, que vendría a ser el sumun mismo de todo.

El fantasma gobierna el mundo y la fantasía dice la verdad del mundo. Entonces, se le otorga al fantasma la potestad de decidir sobre la vida y la muerte. Se convierte al fantasma en el monarca, que tiene estos atributos drásticos. La fantasía, es decir, el imaginario fantástico, que tiene como protagonista de esta narrativa trágica al fantasma, se emite en la formación discursiva ultimatista, ¡o todo o nada! Reclama la entrega absoluta, exige obediencia, además de complicidad en los crímenes. El fin justifica los medios, sobre todo los relativos a la violencia. Esta formación enunciativa, la que reclama sacrificios, también la que efectúa sacrificios, la que sacrifica, como cuando se sacrificaba a seres vivos para calmar a los dioses, es la que legitima los crímenes como costos dramáticos para alcanzar los fines perseguidos. En este laberinto imaginario delirante, que se ilusiona con la guerra mitológica entre dioses o entre demonios y ángeles anteriores a la creación, entre personajes cósmicos que representan la lucha del bien contra el mal, se develan los sueños de grandeza, cuando precisamente se cometen los actos más deleznables, los crímenes. Este laberinto imaginario se sostiene en el laberinto fáctico y grotesco, el laberinto de la muerte.

Nada más elocuente e ilustrativo para descifrar estas profundas contradicciones inherentes a las estructuras del sujeto que contrastarlas con los eventos dramáticos donde concurre la matanza política. Los personajes involucrados en los hechos sobresalen por sus espeluznantes actuaciones, atiborradas de despliegues de lo grotesco. En sus bocas la palabra revolución se pervierte, se banaliza a tal punto que se vacía completamente de toda significación romántica, llegando a convertirse en el significado sórdido del terror, del terrorismo de Estado. Lo insólito es que haya “intelectuales progresistas” que emplean la palabra revolución para explicar la emergencia a la que se vio obligado un “gobierno revolucionario”. Se entiende que gobiernos parecidos o afines se coliguen para justificarse mutuamente; lo que no se entiende es que los pueblos del mundo queden asombrados e inhibidos ante semejante despliegue de la violencia estatal. Atinan a la denuncia, mejorando, al apoyo a las movilizaciones indignadas, pero se queda ahí y la vida cotidiana continua como si la vida misma no fuese amenazada por gobiernos absolutistas. Asombra que los intelectuales críticos, también indignados, se atengan a hacer declaraciones denunciativas e interpelativas; pero, todo se queda ahí, las monstruosidades han sido señaladas y los monstruos culpabilizados. La consciencia crítica puede quedar tranquila.

Después de cometidos los crímenes de lesa humanidad nadie puede quedar tranquilo, pues los crímenes se cometen contra la misma humanidad, contra toda la humanidad; es como decirle a la humanidad que no vale nada, que lo que importa es la razón de Estado. Que se pueden pisotear y asesinar a los cuerpos humanos impunemente; todo por la razón de Estado, por la verdad del poder. Por más esfuerzos que haga la propaganda política, lo que se hace, cuando se despliegue la violencia, no es más que la manifestación de la grotesca banalidad a la que ha sido reducida la sociedad. Lo evidente es que estos gobernantes y sus huestes, sus máquinas de poder, no son lo que emulan, lo que dicen ser, para investir sus actos atroces con la comedia de la política, no son sino asesinos.

Otra pregunta es: ¿Quiénes son estos personajes que se invisten de héroes para cometer crímenes? ¿Quién es aquél que reclama haberse convertido en la mano de Dios para castigar a los infieles? ¿Quién es aquél que reclama encarnar el espíritu de la “revolución” para castigar a los “contra-revolucionarios”, a los conspiradores y saboteadores de la “revolución”? De la figura de la mano severa de Dios a la figura de la mano de hierro de la revolución se devela el camino sinuoso de la pretensión de serlo. Es esta pretensión la que quiere justificar los crímenes. Los crímenes se justifican ideológicamente, empero, realmente ningún crimen puede justificarse; pues la vida es lo único real que hay, incluso desprende imaginarios como efluvios de las dinámicas vitales.
Nicaragua nicaragüita

La crisis política le ha llegado a Nicaragua, le ha llegado en la forma que se presenta en la gestión última del gobierno de Daniel Ortega. Crisis política que se contextúan en la crisis generalizada y múltiple del Estado-nación, ahora en la versión de los llamados “gobiernos progresistas”. Los niveles de la crisis en Nicaragua han llegado a altos grados de intensidad y de degradación ética y moral; sobre todo a la desmesura de la violencia descarnada del terrorismo de Estado; el acumulo de la muerte ya sobrepasa a las trecientos muertes; asesinatos del gobernante ex-sandinista, que por ironía de la historia cada vez tiene más analogía con la dictadura cruenta de Anastasio Somoza. ¿Por qué se da esta ironía? No debería sorprendernos a la luz de la experiencia habida en las historias políticas de la modernidad; cuando hemos asistido a la marcha paradójica del círculo vicioso del poder. Las revoluciones han cambiado el mundo, pero se han hundido en sus contradicciones; liberales, socialistas, populistas, a pesar de los ideales o, mas bien contando con ellos, han perpetrado crímenes encubriéndose con la ideología, en las versiones que asumieron. Unos a nombre de la defensa del orden establecido, otros a nombre de la defensa de la “revolución”, los terceros a nombre de la nación mancillada; a pesar de las diferencias discursivas e ideológicas, así como de los estilos del ejercicio político, todos comparten una sorprendente analogía en los comportamientos: creen que los ideales que propugnan legitima sus acciones. No entienden que el imaginario político es apenas un recurso para interpretar el mundo, que no sustituye a la realidad efectiva; no entienden que son las prácticas políticas las que cuentan, que estas prácticas definen los decursos de las gestiones de gobierno que se efectúan. Si al principio parecían ir más o menos de la mano el discurso y la acción, no tardan en divorciarse en el ejercicio de la política, en el despliegue del poder que se ejerce. Entonces el discurso se convierte en una inercia evocativa, que busca seguir acompañando al galope triunfal de los berrendos, empero, ya no lo hace como jinete gallardo sino como jinete del apocalipsis.  


Algunos medios de comunicación hablan del pragmatismo y del realismo político de Daniel Ortega, que lo distingue de el resto de “gobiernos progresistas” de América Latina; sin embargo, si se trata de pragmatismo, mas parecido al oportunismo, todos los “gobiernos progresistas” hicieron gala de este realismo político.  El tema de fondo es ¿por qué derivaron en un decurso sinuoso y, después, en un tiempo de las cosas pequeñas, retrocediendo gradualmente, terminando del otro lado de la vereda enfrentando a su pueblo? ¿Se trata de “traición”, como se dice por ahí? ¿Se trata de angurria de poder como se dice por allá? ¿Se trata del autoritarismo congénito al socialismo, como conjetura de la ideología conservadora, incluso la ideología liberal? Estos son supuestos ideológicos, que como tales deberían ser contrastados con los hechos; empero, como se trata de ideología y no de hipótesis de investigación, no se contrastan sino se las asume como verdades indiscutibles. En lo que hay que pararse a reflexionar es en la analogía compartida por todas las formaciones ideológicas y las formaciones políticas; considerar que se mueven en la realidad, reducida al tamaño de sus prejuicios, cuando tan solo se encuentran atrapados en el mundo de las representaciones. Cuando accionan, al reducir el mundo efectivo al mundo de las representaciones, los efectos que ocasionan son incontrolables, desatan efectos masivos que no controlan. En consecuencia, se envuelven en las propias telarañas que tejen y en las constelaciones de hechos que no controlan. Un tanto sorprendidos por decursos desenvueltos recurren a forzar la realidad efectiva para que se parezca a la realidad representada. Como esto no ocurre, se consideran incomprendidos, señalan al pueblo como ingrato, que no reconoce sus sacrificios y entregas, terminando de descargar sus furias en contra del pueblo ingrato. Si bien no es de la noche a la mañana que se convierten en lo que ayudaron a derrocar, en dictadores, asesinos y hasta genocidas, si bien la mutación se efectúa, al principio, imperceptiblemente, adquiriendo después cierta notoria presencia, para derivar en la vertiginosidad del desencadenamiento de la represión sanguinaria, lo que parece constatable es que la metamorfosis se encontraba acrisolada en el círculo vicioso del poder.


Una revolución que se institucionaliza se convierte en momia y como tal, con su peso mortuorio, aplasta a la energía social que la llevó a cabo. Es más, la potencia social le resulta un estorbo y hasta peligrosa; por eso prohíbe las manifestaciones espontáneas de empoderamientos populares. Se opta por oficializar lo que es “revolucionario” y lo que no lo es, sino lo contrario, contra-revolucionario, reaccionario y conspirativo. Al hacerlo, desaparece la figura del revolucionario apasionado, incluso romántico, del gasto heroico, para sustituirlo por la figura gris burocrática, sin pasiones, sin imaginación, pero obediente y sumiso a la voz del jefe.


Cuando se logran nuevas victorias electorales, conseguidas por la usurpación del prestigio que todavía conlleva la revolución, usando este prestigio en beneficio propio, cuando ya en nada se parece lo que se hace, el gobierno que se ejerce, el pragmatismo estéril, con lo que fue el acto heroico multitudinario, el alejamiento de los propósitos inaugurales se hace más patente. La figura política aparece como lo grotesco político; sobre todo cuando se hace todo lo contrario de los ideales iniciales, pareciéndose más bien al pragmatismo neoliberal, así como reproduciendo las prácticas paralelas y corrosivas de la corrupción, que acompaña al ejercicio del poder. Cuando los gobernantes, sobre todo los pretendidos “revolucionarios”, llegan a desplegar estas banalidades, estamos ante la cara sin mascaras del poder.


Un ejemplo de esta trama dramática, de estos desenlaces grotescos, es Daniel Ortega. Ciertamente no es el único, hay otros gobernantes y exgobernantes que lo acompañan en la reiteración de esta trama. Perdido en su laberinto, el gobernante nicaragüense opta por lo que se inclina toda forma de gubernamentalidad en momentos de emergencia y crisis, opta por la violencia del Estado. Cuando la perpetra no hace otra cosa que evidenciar su derrota, su caída anticipada, el derrumbe de un régimen que no puede gobernar sino sobre cementerios. No solamente recurre a los aparatos represivos del Estado, el ejército y la policía, sino a los dispositivos paralelos del ejercicio de la violencia y el terror, a paramilitares. Es cuando estos gobiernos de “izquierda” terminan pareciéndose, en esto, al narcoterrorismo y al terrorismo fascista. No solo la historia es irónica, sino también la realidad política; las formas y figuras políticas, por más distintas que sean, terminan mezclándose como en una baraúnda festiva carnavalesca. El disfraz combina a una pretendida mascara “revolucionaria” con facciones marcadas de los rasgos del dictador aborrecido y derrocado. El patético gobernante se hunde en el laberinto de su soledad, la del poder, apenas encubierta por el desplazamiento atroz y asesino de sus huestes mercenarias. El espectáculo político, la estridencia discursiva, ya no pueden adormecer al público, sino que aparecen como sarcasmo inhumano ante el desplazamiento macabro de la muerte.


   


Descripciones del drama político

La BBC-Mundo describe la coyuntura critica de Nicaragua de la siguiente manera:

En medio de una de las crisis políticas más fuertes de su historia reciente, Nicaragua conmemora este jueves 39 años desde que la revolución sandinista puso a fin al régimen de los Somoza. Así es que las celebraciones están marcadas por las denuncias de excesos en la represión ordenada por el presidente Daniel Ortega. Miles de manifestantes en todo el país están exigiendo su renuncia y la de su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. También están pidiendo elecciones anticipadas. Desde mayo, más de 300 manifestantes antigubernamentales han sido reportados muertos en las calles de Nicaragua y miles más han resultado heridos. El Ortega de ahora, a sus 72 años, está lejos de aquel idolatrado luchador por la libertad que llegó a ser. En vez de esto se le está comparando con los Somoza, la dinastía de brutales gobernantes que ayudó a derrocar a fines de los 1970, cuando era guerrillero sandinista.
Se pregunta el reportaje ¿cómo empezó la crisis en Nicaragua? Se responde:

La situación actual tuvo su detonante en abril con la introducción por parte del gobierno de reformas a la seguridad social. La iniciativa incrementaba las contribuciones y reducía las pensiones. Eso hizo estallar una ola de protestas espontáneas en todo el país. Los estudiantes tomaron las calles, los movimientos indígenas se unieron a ellos igual que los desempleados. Tras varios intentos de iniciar un diálogo nacional, llegó la contundente respuesta de Ortega: desplegó a las "turbas", policías y grupos de partidarios del gobierno fuertemente armados. Dispararon a los manifestantes en las calles y cuando los estudiantes establecieron tres campamentos de protesta en las universidades, fueron asediados.

Las semanas de protestas y derramamiento de sangre conmocionaron a muchos nicaragüenses, pero no se ha dado todavía una cifra oficial de muertos. Aunque los paramilitares niegan que haya un número grande de víctimas cuando hablan con la prensa, los testigos y grupos de derechos humanos que han estado monitoreando los eventos dicen que más de 300 personas han muerto en incidentes separados. Agregan que algunos de los muertos eran niños y adolescentes. Los manifestantes argumentan que ese es el resultado del empleo de fuerza excesiva por las fuerzas de seguridad, que usan balas contra personas desarmadas. Amnistía Internacional dice que "la represión estatal ha alcanzado niveles deplorables".  Uno de los peores incidentes recientes ocurrió en el campus de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) en Managua, donde estudiantes y periodistas quedaron atrapados dentro de una iglesia y enfrentaron un ataque de toda la noche de las autoridades. "¡Esta masacre debe terminar!", tuiteó el obispo auxiliar de Managua, Silvio José Baez. Mientras tanto, los estudiantes transmitieron en vivo por internet desgarradores mensajes de despedida[1].


En relación a la mutación de Daniel Ortega, el reportaje hace el siguiente comentario:

No es un dictador de la noche a la mañana. Ortega aseguró que había recuperado el control de las calles a tiempo para el 19 de julio, cuando el país conmemora el 39 aniversario de la revolución sandinista. Pero muchos nicaragüenses ahora piensan que el excomandante sandinista comienza a parecerse al antiguo tirano que ayudó a derrocar. Las críticas para Ortega han surgido tanto dentro como fuera del país. "Este es un gobierno brutal, asesino... que mata a una población desarmada", dijo la nicaragüense Bianca Jagger, que ahora es activista de derechos humanos. Pero "Daniel Ortega no se hizo dictador de la noche a la mañana". De hecho, la transición de Ortega - de dirigir un levantamiento popular a sofocar una revuelta contra sí mismo - ha sido un largo proceso.

El joven sandinista. Ortega creció con los relatos de su padre un combatiente rebelde que luchó con César Augusto Sandino contra los Marines estadounidenses que se involucraron en los asuntos de Nicaragua antes de la Segunda Guerra Mundial. Para la década de 1950, cuando era estudiante, participó en las manifestaciones para derrocar a la dinastía de los Somoza, un régimen hereditario que, con apoyo de Estados Unidos, gobernó Nicaragua durante cuatro décadas en el siglo XX. Las actividades rebeldes de Ortega lo llevaron a ser acusado de terrorismo y encarcelado durante siete años por Anastasio Somoza Debayle. Después de su liberación en 1974, se unió a la revolución con el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y para 1979 el último Somoza ya había sido derrocado.
Nicaragua sandinista. Ortega se convirtió en el rostro del nuevo gobierno sandinista y en el coordinador de su Junta de Reconstrucción Nacional de Nicaragua. Fue un comienzo prometedor para la nueva Nicaragua: contaba con el apoyo del gobierno de James Carter en Estados Unidos y se embarcó en ambiciosos programas de alfabetización, reforma social y redistribución de tierras. Para cuando Ronald Reagan llegó al poder en Estados Unidos en 1981, el equilibrio político en Centroamérica comenzó a replantearse. El FSLN fue acusado de estar demasiado cerca de la Cuba prosoviética de Castro y de armar a guerrillas de izquierda en El Salvador. Los eventos condujeron a que la administración de Reagan fundara la "Contra", grupos rebeldes de derecha que se embarcaron en una larga guerra de guerrillas. En las elecciones de 1984, Ortega se convirtió en presidente de Nicaragua por primera vez, con casi 70% de los votos. Pero para 1990, la falta de crecimiento económico y la desilusión política habían comenzado a manchar sus credenciales y Ortega perdió la presidencia ante una antigua camarada revolucionaria: Violeta Barrios de Chamorro.

El regreso. La derrota fue divisiva para el FSLN, pero Ortega usó su tiempo en la oposición para reinventar su estilo de política como "pragmática". Seguía promoviendo los ideales inspirados en la izquierda y las consignas antiimperialistas, pero al mismo tiempo hizo nuevos contactos con el sector privado, el poder judicial, el ejército e incluso se acercó a la Iglesia católica, tomando una posición antiaborto. Aun así, perdió tres elecciones sucesivas: 1990, 1996 y 2001. Siguieron los ajustes políticos hasta que volvió a ganar la presidencia en 2006, con 38% de los votos. Tras casi 12 años en el poder, Ortega les dijo a los manifestantes que no está dispuesto a dimitir ni a organizar elecciones anticipadas. De hecho, los críticos lo acusan de atrincherarse en la presidencia, de inspirarse en las despiadadas tácticas de Somoza en los 70 contra sus enemigos políticos: someter a sus opositores a la destrucción de sus reputaciones por medio de manipulación en los medios y reprimir brutalmente cualquier disensión en las calles. Igual que Somoza, Ortega ha distribuido parte de la riqueza de la nación e influencias a su familia, el más controversial fue hacer vicepresidenta a su esposa, Rosario Murillo. Para analistas, una de las razones por las que Ortega se ha escapado del tipo de críticas reservadas para Venezuela y Cuba es que, al menos hasta ahora, Nicaragua había sido una historia relativamente exitosa en términos económicos y sociales. El pragmatismo de Ortega alejó al país de las políticas y alianzas regionales que podrían haber disgustado a Estados Unidos y otros. Pero la muerte de cientos de disidentes, acompañada de crecientes niveles de pobreza, podrían llevar ahora a que la comunidad internacional comience a ejercer presión[2].

 

Es la decadencia, la diseminación de las mallas institucionales, la apoteosis del poder, que, para reproducirse, requiere, en momentos de emergencia, del sacrificio humano, requiere masacrar al pueblo para que quede claro quién gobierna, quién es el que manda. Tarde o temprano los gobernantes, sobre todo los megalómanos, enamorados de sí mismo y compulsivos amantes del objeto oscuro del deseo, el poder, recurren al crimen de lesa humanidad, como acto supremo de la marcha desbocada del nihilismo, que es la historia de la civilización moderna. La metamorfosis de Daniel Ortega ratifica esta trama inherente al círculo vicioso del poder. Lo hace de una manera grotesca, como despliegue apoteósico de las miserias humanas, las más mezquinas y triviales. Los conservadores, que no entienden nada de las vertiginosidades de la modernidad, creen que estas caídas de los “gobiernos progresistas”, más aún de los “gobiernos socialistas”, se llevan consigo las utopías, los sueños y las esperanzas de los pueblos ilusos. No entienden que cuando estos gobiernos cometen crímenes y se derrumban en su orgia sanguinaria se parecen, mas bien, a lo que fueron los gobiernos conservadores. Recurren a lo mismo que emplearon estos gobiernos, al Estado de excepción.

 

 











[1] Leer Quién es Daniel Ortega, el revolucionario que liberó Nicaragua y ahora acusan de convertirse en el tirano que ayudó a derrocar.

[2] Ibidem.

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