Raúl
Prada Alcoreza
Hay que escudriñar,
se decía antes, en el alma humana,
como si hubiese una sola alma en los
humanos; sin poner en cuestión eso del alma,
es decir del espíritu, que forma
parte de la economía política religiosa,
que separa espíritu de cuerpo, valorando el espíritu, desvalorizando el cuerpo, cuando el espíritu es efluvio del cuerpo.
Dejando de lado estas observaciones a la epistemología
religiosa y a la epistemología
filosófica, queda lo de escudriñar, pero en las estructuras del sujeto, en las estructuras
constitutivas de la subjetividad, para decirlo de una manera moderna. Al
respecto, para enunciarlo de una manera directa, una de las preguntas es: ¿por
qué los sujetos sociales buscan ideales
para justificar sus crímenes? Dicho en otras palabras, ¿por qué tienen que
elevarse al cielo para justificar los asesinatos en la tierra? ¿Por qué quieren
encontrar motivos sagrados o trágicos para legitimar los actos pedestres y
entre ellos el más pedestre, el crimen de sangre? ¿Qué hay en estos contrastes fuertes en el
comportamiento humano? ¿Por qué se buscan motivos divinos o ideológicos para
justifica los crímenes de lesa humanidad?
Esta conducta
aparentemente es indescifrable, nos traslada a contradicciones inexplicables e
inherentes en el sujeto constituido.
Pero, un crimen es un crimen, un acto en extremo violento, que quita la vida;
esta acción supone una desvalorización pavorosa de la vida, así como un
desprecio espantoso por la vida, a tal punto que sobre la vida se colocan
mitos, imaginarios, ideales, razones mayúsculas, entre ellas la razón de Estado. Esta desvalorización
solo es posible cuando se da un desconocimiento descomunal de la vida, cuando
se supone que la vida no vale nada o su valor es ínfimo cuando se la compara
con ideales. Los ideales son eso
ideales, ideas, productos de la razón abstracta; la misma que no podría
desenvolverse si no hay vida. Hay pues una distorsión perversa en esta
apreciación, que solo puede darse bajo la hegemonía de la ideología, la máquina abstracta de la fetichización. Es decir, solo
puede darse en el círculo vicioso de la
ideología. La ideología se
considera no solo como la verdad,
sino que se cree la esencia de la existencia misma, como si la existencia y la vida no fueran posibles sin esta esencia, que vendría a ser el
sumun mismo de todo.
El fantasma gobierna el mundo y la fantasía dice la verdad
del mundo. Entonces, se le otorga al fantasma la potestad de decidir sobre la
vida y la muerte. Se convierte al fantasma
en el monarca, que tiene estos atributos drásticos. La fantasía, es decir, el imaginario
fantástico, que tiene como protagonista de esta narrativa trágica al fantasma, se emite en la formación discursiva ultimatista, ¡o
todo o nada! Reclama la entrega absoluta, exige obediencia, además de
complicidad en los crímenes. El fin
justifica los medios, sobre todo los relativos a la violencia. Esta formación enunciativa, la que reclama
sacrificios, también la que efectúa sacrificios, la que sacrifica, como cuando
se sacrificaba a seres vivos para calmar a los dioses, es la que legitima los crímenes como costos
dramáticos para alcanzar los fines
perseguidos. En este laberinto imaginario delirante, que se ilusiona con la guerra mitológica entre dioses o entre
demonios y ángeles anteriores a la creación, entre personajes cósmicos que
representan la lucha del bien contra
el mal, se develan los sueños de
grandeza, cuando precisamente se cometen los actos más deleznables, los
crímenes. Este laberinto imaginario
se sostiene en el laberinto fáctico y
grotesco, el laberinto de la muerte.
Nada más elocuente e
ilustrativo para descifrar estas profundas contradicciones inherentes a las estructuras del sujeto que contrastarlas
con los eventos dramáticos donde concurre la matanza política. Los personajes
involucrados en los hechos sobresalen por sus espeluznantes actuaciones,
atiborradas de despliegues de lo grotesco.
En sus bocas la palabra revolución se
pervierte, se banaliza a tal punto que se vacía completamente de toda
significación romántica, llegando a convertirse en el significado sórdido del terror, del terrorismo de Estado. Lo
insólito es que haya “intelectuales progresistas” que emplean la palabra revolución para explicar la emergencia a
la que se vio obligado un “gobierno revolucionario”. Se entiende que gobiernos
parecidos o afines se coliguen para justificarse mutuamente; lo que no se
entiende es que los pueblos del mundo queden asombrados e inhibidos ante
semejante despliegue de la violencia estatal. Atinan a la denuncia, mejorando,
al apoyo a las movilizaciones indignadas, pero se queda ahí y la vida cotidiana continua como si la vida misma no fuese amenazada por
gobiernos absolutistas. Asombra que los intelectuales críticos, también
indignados, se atengan a hacer declaraciones denunciativas e interpelativas;
pero, todo se queda ahí, las monstruosidades han sido señaladas y los monstruos
culpabilizados. La consciencia crítica puede quedar tranquila.
Después de cometidos
los crímenes de lesa humanidad nadie puede quedar tranquilo, pues los crímenes
se cometen contra la misma humanidad,
contra toda la humanidad; es como
decirle a la humanidad que no vale
nada, que lo que importa es la razón de
Estado. Que se pueden pisotear y asesinar a los cuerpos humanos
impunemente; todo por la razón de Estado,
por la verdad del poder. Por más esfuerzos que haga la
propaganda política, lo que se hace, cuando se despliegue la violencia, no es
más que la manifestación de la grotesca
banalidad a la que ha sido reducida
la sociedad. Lo evidente es que estos gobernantes y sus huestes, sus máquinas de poder, no son lo que emulan,
lo que dicen ser, para investir sus actos atroces con la comedia de la
política, no son sino asesinos.
Otra pregunta es:
¿Quiénes son estos personajes que se invisten de héroes para cometer crímenes? ¿Quién
es aquél que reclama haberse convertido en la mano de Dios para castigar a los
infieles? ¿Quién es aquél que reclama encarnar el espíritu de la “revolución” para castigar a los
“contra-revolucionarios”, a los conspiradores y saboteadores de la “revolución”?
De la figura de la mano severa de Dios a la figura de la mano de hierro de la
revolución se devela el camino sinuoso de la pretensión de serlo. Es esta
pretensión la que quiere justificar los crímenes. Los crímenes se justifican
ideológicamente, empero, realmente ningún crimen puede justificarse; pues la vida es lo único real que hay, incluso
desprende imaginarios como efluvios de las dinámicas vitales.
Nicaragua nicaragüita
La crisis política le ha llegado a Nicaragua, le
ha llegado en la forma que se presenta en la gestión última del gobierno de
Daniel Ortega. Crisis política que se contextúan en la crisis generalizada y
múltiple del Estado-nación, ahora en la versión de los llamados “gobiernos
progresistas”. Los niveles de la crisis en Nicaragua han llegado a altos grados
de intensidad y de degradación ética y moral; sobre todo a la desmesura de la
violencia descarnada del terrorismo de
Estado; el acumulo de la muerte ya sobrepasa a las trecientos muertes;
asesinatos del gobernante ex-sandinista, que por ironía de la historia cada vez
tiene más analogía con la dictadura cruenta de Anastasio Somoza. ¿Por qué se da
esta ironía? No debería sorprendernos a la luz de la experiencia habida en las historias políticas de la modernidad;
cuando hemos asistido a la marcha paradójica del círculo vicioso del poder. Las revoluciones
han cambiado el mundo, pero se han hundido en sus contradicciones; liberales,
socialistas, populistas, a pesar de los ideales
o, mas bien contando con ellos, han perpetrado crímenes encubriéndose con la ideología, en las versiones que
asumieron. Unos a nombre de la defensa del orden
establecido, otros a nombre de la defensa de la “revolución”, los terceros a
nombre de la nación mancillada; a
pesar de las diferencias discursivas e ideológicas, así como de los estilos del
ejercicio político, todos comparten una sorprendente analogía en los
comportamientos: creen que los ideales
que propugnan legitima sus acciones. No entienden que el imaginario político es apenas un recurso para interpretar el mundo, que no sustituye a la realidad efectiva; no entienden que son las prácticas políticas las que cuentan, que estas prácticas definen
los decursos de las gestiones de gobierno que se efectúan. Si al principio
parecían ir más o menos de la mano el discurso
y la acción, no tardan en divorciarse
en el ejercicio de la política, en el despliegue del poder que se ejerce.
Entonces el discurso se convierte en
una inercia evocativa, que busca seguir acompañando al galope triunfal de los berrendos, empero, ya no lo hace como jinete
gallardo sino como jinete del apocalipsis.
Algunos medios de comunicación hablan del
pragmatismo y del realismo político de Daniel Ortega, que lo distingue de el
resto de “gobiernos progresistas” de América Latina; sin embargo, si se trata
de pragmatismo, mas parecido al oportunismo, todos los “gobiernos progresistas”
hicieron gala de este realismo político. El tema de fondo es ¿por qué derivaron en un
decurso sinuoso y, después, en un tiempo
de las cosas pequeñas, retrocediendo gradualmente, terminando del otro lado
de la vereda enfrentando a su pueblo? ¿Se trata de “traición”, como se dice por
ahí? ¿Se trata de angurria de poder como se dice por allá? ¿Se trata del
autoritarismo congénito al socialismo, como conjetura de la ideología
conservadora, incluso la ideología liberal? Estos son supuestos ideológicos,
que como tales deberían ser contrastados con los hechos; empero, como se trata
de ideología y no de hipótesis de investigación, no se contrastan sino se las
asume como verdades indiscutibles. En
lo que hay que pararse a reflexionar es en la analogía compartida por todas las
formaciones ideológicas y las formaciones políticas; considerar que se
mueven en la realidad, reducida al
tamaño de sus prejuicios, cuando tan solo se encuentran atrapados en el mundo de las representaciones. Cuando
accionan, al reducir el mundo efectivo
al mundo de las representaciones, los
efectos que ocasionan son incontrolables, desatan efectos masivos que no
controlan. En consecuencia, se envuelven en las propias telarañas que tejen y
en las constelaciones de hechos que no controlan. Un tanto sorprendidos por
decursos desenvueltos recurren a forzar la realidad
efectiva para que se parezca a la realidad representada. Como esto no
ocurre, se consideran incomprendidos, señalan al pueblo como ingrato, que no
reconoce sus sacrificios y entregas, terminando de descargar sus furias en
contra del pueblo ingrato. Si bien no es de la noche a la mañana que se
convierten en lo que ayudaron a derrocar, en dictadores, asesinos y hasta genocidas,
si bien la mutación se efectúa, al principio, imperceptiblemente, adquiriendo
después cierta notoria presencia, para derivar en la vertiginosidad del
desencadenamiento de la represión sanguinaria, lo que parece constatable es que
la metamorfosis se encontraba
acrisolada en el círculo vicioso del
poder.
Una revolución
que se institucionaliza se convierte en momia y como tal, con su peso
mortuorio, aplasta a la energía social
que la llevó a cabo. Es más, la potencia
social le resulta un estorbo y hasta peligrosa; por eso prohíbe las
manifestaciones espontáneas de empoderamientos populares. Se opta por
oficializar lo que es “revolucionario” y lo que no lo es, sino lo contrario,
contra-revolucionario, reaccionario y conspirativo. Al hacerlo, desaparece la
figura del revolucionario apasionado,
incluso romántico, del gasto heroico,
para sustituirlo por la figura gris burocrática, sin pasiones, sin imaginación,
pero obediente y sumiso a la voz del jefe.
Cuando se logran nuevas victorias electorales,
conseguidas por la usurpación del prestigio
que todavía conlleva la revolución,
usando este prestigio en beneficio
propio, cuando ya en nada se parece lo que se hace, el gobierno que se ejerce,
el pragmatismo estéril, con lo que fue el acto
heroico multitudinario, el alejamiento de los propósitos inaugurales se
hace más patente. La figura política aparece como lo grotesco político; sobre todo cuando se hace todo lo contrario de
los ideales iniciales, pareciéndose
más bien al pragmatismo neoliberal, así como reproduciendo las prácticas
paralelas y corrosivas de la corrupción, que acompaña al ejercicio del poder.
Cuando los gobernantes, sobre todo los pretendidos “revolucionarios”, llegan a
desplegar estas banalidades, estamos ante la cara sin mascaras del poder.
Un ejemplo de esta trama dramática, de estos
desenlaces grotescos, es Daniel Ortega. Ciertamente no es el único, hay otros
gobernantes y exgobernantes que lo acompañan en la reiteración de esta trama.
Perdido en su laberinto, el gobernante nicaragüense opta por lo que se inclina
toda forma de gubernamentalidad en
momentos de emergencia y crisis, opta por la violencia del Estado. Cuando la
perpetra no hace otra cosa que evidenciar su derrota, su caída anticipada, el
derrumbe de un régimen que no puede gobernar sino sobre cementerios. No
solamente recurre a los aparatos represivos del Estado, el ejército y la
policía, sino a los dispositivos paralelos del ejercicio de la violencia y el
terror, a paramilitares. Es cuando estos gobiernos de “izquierda” terminan
pareciéndose, en esto, al narcoterrorismo y al terrorismo fascista. No solo la
historia es irónica, sino también la realidad
política; las formas y figuras políticas, por más distintas que sean,
terminan mezclándose como en una baraúnda festiva carnavalesca. El disfraz
combina a una pretendida mascara “revolucionaria” con facciones marcadas de los
rasgos del dictador aborrecido y derrocado. El patético gobernante se hunde en
el laberinto de su soledad, la del
poder, apenas encubierta por el desplazamiento atroz y asesino de sus huestes
mercenarias. El espectáculo político, la estridencia discursiva, ya no pueden
adormecer al público, sino que aparecen como sarcasmo inhumano ante el
desplazamiento macabro de la muerte.
Descripciones del drama político
La BBC-Mundo describe la coyuntura critica de
Nicaragua de la siguiente manera:
En medio de una de las
crisis políticas más fuertes de su historia reciente, Nicaragua conmemora este
jueves 39 años desde que la revolución sandinista puso a fin al régimen de los
Somoza. Así es que las celebraciones están marcadas por las denuncias de excesos en
la represión ordenada por el presidente Daniel Ortega. Miles de manifestantes
en todo el país están exigiendo su renuncia y la de su esposa, la
vicepresidenta Rosario Murillo. También están pidiendo elecciones anticipadas. Desde
mayo, más de 300 manifestantes antigubernamentales han sido reportados muertos
en las calles de Nicaragua y miles más han resultado heridos. El Ortega de ahora, a sus 72 años, está lejos
de aquel idolatrado luchador por la libertad que llegó a ser. En vez de esto se le
está comparando con los Somoza, la dinastía de brutales gobernantes que ayudó a
derrocar a fines de los 1970, cuando era guerrillero sandinista.
Se pregunta el reportaje ¿cómo empezó la crisis en Nicaragua? Se
responde:
La situación actual tuvo su detonante en abril con la
introducción por parte del gobierno de reformas a la seguridad social. La
iniciativa incrementaba las contribuciones y reducía las pensiones. Eso hizo
estallar una ola de protestas espontáneas en todo el país. Los estudiantes
tomaron las calles, los movimientos indígenas se unieron a ellos igual que los
desempleados. Tras varios intentos de iniciar un diálogo nacional, llegó la
contundente respuesta de Ortega: desplegó
a las "turbas", policías y grupos de partidarios del gobierno
fuertemente armados. Dispararon a los manifestantes en las calles y cuando los
estudiantes establecieron tres campamentos de protesta en las universidades,
fueron asediados.
Las semanas de protestas y derramamiento de sangre
conmocionaron a muchos nicaragüenses, pero no se ha dado todavía una cifra
oficial de muertos. Aunque los paramilitares niegan que haya un número grande
de víctimas cuando hablan con la prensa, los testigos y grupos de derechos
humanos que han estado monitoreando los eventos dicen que más de 300 personas
han muerto en incidentes separados. Agregan que algunos
de los muertos eran niños y adolescentes. Los manifestantes argumentan
que ese es el resultado del empleo de fuerza excesiva por las fuerzas de
seguridad, que usan balas contra personas desarmadas. Amnistía Internacional
dice que "la represión estatal ha alcanzado niveles deplorables". Uno de los peores incidentes recientes ocurrió
en el campus de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) en
Managua, donde estudiantes y periodistas quedaron atrapados dentro de una
iglesia y enfrentaron un ataque de toda la noche de las autoridades. "¡Esta
masacre debe terminar!", tuiteó el obispo auxiliar de Managua, Silvio José
Baez. Mientras tanto, los estudiantes transmitieron en vivo por internet
desgarradores mensajes de despedida[1].
En relación a la mutación de Daniel Ortega, el reportaje hace el siguiente
comentario:
No es un dictador de la noche a
la mañana. Ortega aseguró que había recuperado el control de las calles a
tiempo para el 19 de julio, cuando el país conmemora el 39 aniversario de la
revolución sandinista. Pero muchos nicaragüenses ahora piensan que el
excomandante sandinista comienza a parecerse al antiguo tirano que ayudó a
derrocar. Las críticas para Ortega han surgido tanto dentro como
fuera del país. "Este es un gobierno brutal, asesino... que mata a
una población desarmada", dijo la nicaragüense Bianca Jagger, que ahora es
activista de derechos humanos. Pero "Daniel Ortega no se hizo dictador de
la noche a la mañana". De hecho, la transición de Ortega - de dirigir un
levantamiento popular a sofocar una revuelta contra sí mismo - ha sido un largo
proceso.
El joven sandinista. Ortega creció con los
relatos de su padre un combatiente rebelde que luchó con César Augusto Sandino
contra los Marines estadounidenses que se involucraron en los asuntos de
Nicaragua antes de la Segunda Guerra Mundial. Para la década de 1950, cuando
era estudiante, participó en las manifestaciones para derrocar a la dinastía de
los Somoza, un régimen hereditario que, con apoyo de Estados Unidos, gobernó
Nicaragua durante cuatro décadas en el siglo XX. Las actividades rebeldes de
Ortega lo llevaron a ser acusado de terrorismo y encarcelado durante siete años
por Anastasio Somoza Debayle. Después de su liberación en 1974, se unió a la revolución con el Frente
Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y para 1979 el último
Somoza ya había sido derrocado.
Nicaragua sandinista. Ortega se convirtió
en el rostro del nuevo gobierno sandinista y en el coordinador de su Junta de
Reconstrucción Nacional de Nicaragua. Fue un comienzo prometedor para la nueva
Nicaragua: contaba con el apoyo del gobierno de James Carter en Estados Unidos
y se embarcó en ambiciosos programas de alfabetización, reforma social y
redistribución de tierras. Para cuando Ronald Reagan llegó al poder en Estados
Unidos en 1981, el equilibrio político en Centroamérica comenzó a replantearse.
El FSLN fue acusado de estar demasiado cerca de la Cuba prosoviética de Castro
y de armar a guerrillas de izquierda en El Salvador. Los eventos condujeron a
que la administración de Reagan fundara la "Contra", grupos rebeldes
de derecha que se embarcaron en una larga guerra de guerrillas. En las
elecciones de 1984, Ortega se convirtió en presidente de Nicaragua por primera vez, con
casi 70% de los votos. Pero para 1990, la falta de crecimiento económico y la
desilusión política habían comenzado a manchar sus credenciales y Ortega perdió
la presidencia ante una antigua camarada revolucionaria: Violeta Barrios de
Chamorro.
El regreso. La derrota fue divisiva
para el FSLN, pero Ortega usó su tiempo en la oposición para reinventar su
estilo de política como "pragmática". Seguía promoviendo los ideales
inspirados en la izquierda y las consignas antiimperialistas, pero al mismo
tiempo hizo nuevos contactos con el sector privado, el poder judicial, el
ejército e incluso se acercó a la Iglesia católica, tomando una posición
antiaborto. Aun así, perdió tres elecciones sucesivas: 1990, 1996 y 2001. Siguieron
los ajustes políticos hasta que volvió a ganar la presidencia en 2006, con 38%
de los votos. Tras casi 12 años en el poder, Ortega les dijo a los
manifestantes que no está dispuesto a dimitir ni a organizar elecciones
anticipadas. De hecho, los críticos lo acusan de atrincherarse en la
presidencia, de inspirarse en las despiadadas tácticas de Somoza en los 70
contra sus enemigos políticos: someter a sus opositores a la destrucción de sus
reputaciones por medio de manipulación en los medios y reprimir brutalmente
cualquier disensión en las calles. Igual que Somoza, Ortega ha distribuido parte de la riqueza de la nación e
influencias a su familia, el más controversial fue hacer
vicepresidenta a su esposa, Rosario Murillo. Para analistas, una de las razones
por las que Ortega se ha escapado del tipo de críticas reservadas para
Venezuela y Cuba es que, al menos hasta ahora, Nicaragua había sido una
historia relativamente exitosa en términos económicos y sociales. El
pragmatismo de Ortega alejó al país de las políticas y alianzas regionales que
podrían haber disgustado a Estados Unidos y otros. Pero la muerte de cientos de
disidentes, acompañada de crecientes niveles de pobreza, podrían llevar ahora a
que la comunidad internacional comience a ejercer presión[2].
Es
la decadencia, la diseminación de las mallas
institucionales, la apoteosis del poder, que, para reproducirse, requiere, en
momentos de emergencia, del sacrificio humano, requiere masacrar al pueblo para
que quede claro quién gobierna, quién es el que manda. Tarde o temprano los
gobernantes, sobre todo los megalómanos, enamorados de sí mismo y compulsivos
amantes del objeto oscuro del deseo,
el poder, recurren al crimen de lesa
humanidad, como acto supremo de la marcha desbocada del nihilismo, que es la historia
de la civilización moderna. La
metamorfosis de Daniel Ortega ratifica esta trama
inherente al círculo vicioso del poder.
Lo hace de una manera grotesca, como
despliegue apoteósico de las miserias
humanas, las más mezquinas y triviales. Los conservadores, que no entienden
nada de las vertiginosidades de la modernidad, creen que estas caídas de los
“gobiernos progresistas”, más aún de los “gobiernos socialistas”, se llevan
consigo las utopías, los sueños y las esperanzas de los pueblos ilusos. No
entienden que cuando estos gobiernos cometen crímenes y se derrumban en su
orgia sanguinaria se parecen, mas bien, a lo que fueron los gobiernos
conservadores. Recurren a lo mismo que emplearon estos gobiernos, al Estado de excepción.
[1] Leer Quién
es Daniel Ortega, el revolucionario que liberó Nicaragua y ahora acusan de
convertirse en el tirano que ayudó a derrocar.
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