Por Roger Adán Chambi Mayta
Las
aulas están repletas, por los pasillos se oye hablar de Fausto Reinaga como
también de Malatesta y Carlos Marx. En el patio central se ven jóvenes de
polleras multicolores, personas con pelos degrafilados y piercings, algunos
otros vestidos de camisa y corbata, gente con ch’uspas, gente con
carteras, todos conformando un sólo
cuerpo, un cuerpo estudiantil cobrizo de rostro joven. Las paredes también
hablan: “!El Alto de pie nunca de rodillas!”, los murales reflejan a quienes
defendieron y lucharon por una universidad incluyente. Se ven pinturas de puños
en alto de gente Aymara con ondas, piedras, palos y libros en defensa de su
casa superior de estudios. “LA UNIVERSIDAD ES DEL PUEBLO”, se lee en el portón
principal, y es el pueblo alteño, en su mayoría, quienes componen la UPEA, la
universidad del tercer milenio.
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Recuerdo
el primer día de clases, una mañana de lunes, primera vez en la universidad. No
se veía bien la pizarra. Éramos ciento diez estudiantes en un ambiente que no
estaba diseñado para estudiar. El curso estaba lleno y el niño de Eliana lloraba
mientras el docente explicaba la clase de Introducción al Derecho. Los pupitres
destartalados llevaban una serie de marcas de estiletes, marcadores y
bolígrafos: “Por aquí pasó Jesús”, “Nataly Te Amo”, “!Choco, no jodas!”, “Hasta
la victoria siempre” y cosas así se leían en ingeniosas formas. Los albañiles
de afuera empezaban a hacer rechinar sus martillos y taladros. El docente elevaba
su ronca voz. Era mi primera clase, una clase estoica a más de 4000 msnm.
-
Como
es hermano, che, ¿préstame un bolígrafo?, me decía René, en voz bajita.
En
el aula, nuestros rostros delataban una homogeneidad que se expresaba
tácitamente en la lista de control de asistencia. Una mayoría de quispes,
mamanis, ticonas, choques, huancas, apazas, reducían al mínimo apellidos tipo “Monrroy”
o “Romero”.
-
Sólo
tengo de color rojo, ¿está bien?
-
Sí,
no hay lío, la cosa es que raye.
René
escribía apoyando su cuaderno en el borde de la mesa. El morado de sus manos,
de nuestras manos, delataban el frio de El Alto aún a las nueve de la mañana.
Algunos más cautos, llevaban guantes y chalinas, otras hasta mantillas para
enrolarse en la cintura y las piernas. “Todo
estudio es un sacrifico”, señalaba el docente y luego, en un tono
desafiante, nos preguntaba el por qué habíamos decidido estudiar Derecho.
-
¡Porque
quiero solucionar los problemas de linderos de mi comunidad!, respondía
Josefina con alta seguridad en sus palabras.
-
Porque
quiero conocer las leyes para ayudar a la gente más necesitada, decía Omar, al
igual que otros quince compañeros.
-
Porque
quiero tener una profesión que me solvente económicamente, respondía Milton,
dejando los prejuicios y de un modo más sincero.
Mientras
tanto, otra vez en voz baja, me hablaba
René casi cerca a mi oído —La plata no es suficiente— me decía —hay que tener título, o si
no la gente no nos va a respetar—. Recuerdo bien sus palabras, como
también recuerdo la tarde que lo conmemoramos junto a todo el curso, la vez que
nos dejó al ser víctima de un tiroteo mientras trabajaba en su taxi por la
carretera a Copacabana. En su epitafio, antes de su nombre, se resaltaba el
“Dr.” de “Doctor”, aunque aún no lo era, simbolizaba su proyección. De todas
formas, era el primero en su familia que había ingresado a la universidad.
“Hay
que tener título” señalaba René, la razón diurna de la sociedad boliviana, le
había enseñado que solo con un “cartón”, es decir, con un título profesional,
se podía cambiar, o al menos atenuar, el trato diferenciador que recibía. Así
también lo comprendía Paulina, quien había dejado sus estudios en la
universidad “indígena” de su comunidad para llegar a El Alto, y encontrar una
puerta que le abra el mundo y no que la delimite a su terruño, pues decía que
las raíces, ya las llevaba en las venas. Esa puerta, para ella, era la UPEA.
La
clase había terminado y era tiempo de un receso. Recuerdo que Eliana se
despedía agitadamente porque su hermana no había logrado remplazarla en su
puesto de la feria del lunes, su niño seguía llorando. El hambre tocaba el
estómago y de grupos de cuatro y seis salíamos a comer un poco mientras
hablábamos para conocernos, como se debe. Con el tiempo, las baratas y
adorables sopitas de fideo con silpancho de la casera, en la esquina de la
universidad, se convirtieron en nuestro banquete
oficial.
-
Casera
buen día, seis sopitas por favor. Con harta llajuita. Pedía amablemente
Virginia.
El
ambiente gris de la avenida de Villa Esperanza, combinaba con el cemento y las
piedras que adornaban los residuos de aquello que en algún tiempo eran
jardines. La ch’iwiña de la case estaba sujetada con dos piedras y un adoquín
empolvado. Todos cabíamos en los dos bancos de madera del puesto. La casera nos
atendía siempre de buen humor. El dorado de su sonrisa campechana y la agilidad
con que nos atendía, eran suficientes motivos para que ella, doña María, la de
trenzas gruesas, se gane nuestros corazones, y claro, nuestros estómagos.
-
Muy
picante tu llajua, case. Reclamaba Jesús, mientras aspiraba y
soplaba el aire con la boca.
-
Yaaaaaa…
que delicado este Jesús. Le respondía Yhovana, con la nariz
transpirada.
-
Che,
la semana que viene dicen que hay marcha, ¿saben algo?
Interrogaba Amilkar, después de hacer caer dos fideos en un descuido.
-
Debe
ser, ahora nos toca a nosotros ¿no? Respondía Marcelo, en un tono sereno.
Estudiar
en la UPEA implica estar a diario en lucha a parte de la vida misma. Los estereotipos
y las carencias de toda índole son el peso que cargamos por ser una universidad
joven. Aquí las cosas hay que ganárselas con esfuerzo doble, porque aquí no se
nació en cuna de oro, es decir, con legados del virreinato o del Mariscal
Andrés de Santa Cruz. No. A nosotros nos tocó salir a las calles para tener lo
que tenemos, a pesar de gasificaciones, peleas, insultos, heridas, como UPEA siempre
supimos estar de pie; de pie, a pesar de todo.
Recuerdo
una de las marchas a las que asistí en mi vida de estudiante de Derecho en la
UPEA. Estaba en tercer año, con dolores de cabeza a causa del Derecho
Tributario. Era una marcha organizada por la CEUB. Desde temprano estábamos con
nuestras pancartas en el multifuncional de El Alto. ¡Que frio más jodido!
Nosotros éramos los primeros en llegar. De a poco iban llegando las
delegaciones de Santa Cruz, Cochabamba, Sucre, La Paz, entre otros. Eran muchos
los estudiantes y así también, muchos los prejuicios.
-
¡No hay nada bueno pa’ comer aquí, que frio
de m…! gritaba un cruceño con los cachetes rosados.
Me
irritaba la actitud pedante de esos universitarios que se sentían superiores y
nos miraban como si fuéramos subalternos. Aunque más me irritó ver al Omar
agachar la cabeza cuando un “señorito” muy fuertemente perfumado pasaba por su
delante diciendo: “¿estos son los
estudiantes de la UPEA?”
-
¡Sí!
¡Somos de la UPEA!, los estamos esperando desde las siete. ¡Que es eso de
llegar tarde! Exclamó Abraham, con esa seguridad que tanto
nos gustaba.
El
multifuncional de la Ceja cada vez estaba más repleto, era hora de partir al
centro, pero nadie quería empezar. Hasta que un sucrense exclamó:
-
Pero
¿Dónde están los de la UPEA? Ellos tienen que encabezar, ellos saben.
Era
cómico, antes de eso, algunos entre susurros y otros de forma descarada, nos
achacaban el tener falencias a nivel
académico y en infraestructura, pero después, por otro lado, bien querían que
estemos encabezando la marcha, ¡para eso sí servíamos!, claro, para ser los
primeros en sufrir las consecuencias. Para nosotros nunca fue un problema
encabezar las movilizaciones, pero esa división de puestos era el vivo reflejo
de que como sociedad no habíamos cambiado mucho. Seguíamos, la tropa cobriza,
encabezando las movilizaciones sociales.
Recuerdo
que mi generación proclamaba que ya se tenía que dejar los palos y las marchas
para enfocarse totalmente en la academia. Decíamos que eran tiempos de
erradicar las consignas beligerantes para dedicarnos sólo al estudio serio y
objetivo. No pudimos. ¿Cómo lograrlo si la precariedad de las condiciones
materiales nos afectaba a diario?
Que
recuerdos aquellos, aunque no tan distintos a lo que hoy acontece. La UPEA sigue en las calles. Con un libro en
una mano y la otra haciendo puño, se sigue caminando.
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De
filas de cinco y con sus respectivas pancartas la marcha se dirige a la sede de
gobierno. Explotan los petardos dejando humos en el aire, mientras tanto la
turba grita: ¡Que viva la Universidad Pública de El Alto! ¡Que viva! Un gas
lacrimógeno intenta hacer dispersar a los estudiantes, pero uno de ellos logra
patearlo en dirección contraria. Indignación y coraje son los alicientes. Hay
uno menos. La movilización se masifica, tocaron a uno, tocaron a todos. Se
instalan piquetes de huelga. Los estudiantes usan sus conocimientos y su
formación para desmentir las calumnias. No faltan los políticos aprovechadores que
quieren figurar en las marchas para sacar rédito. Pero eso no afecta, la conciencia es alta.
Estudiantes y docentes se crucifican en diferentes inmediaciones, hay una carta
gigante escrita a sangre, sangre cobriza que quiere un mejor futuro. Hay
heridos. El Alto más unida que nunca, padres, madres, abuelas e hijos en una
sola lucha. Se articulan diferentes organizaciones. Lo alteños firmes, la UPEA firme,
El Alto de pie, siempre de pie.
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