GEOPOLÍTICA DEL SENTIDO COMÚN: ¿POR QUÉ TRIUNFA BOLSONARO?

Por Rafael Bautista S.
La ecuación categorial centro-periferia no describe únicamente la geopolítica objetiva sino también la estructura propia de la subjetividad moderna. Esto significa que, por la propia naturalización de las relaciones de dominación que desarrolla el mundo moderno, la clasificación global centro-periferia constituye también y, sobre todo, sistema de creencias en la propia subjetividad de los individuos. Esto quiere decir que, es en el propio sentido común, donde se realiza la cosmogonía que origina el sistema-mundo moderno; de ese modo, una “geopolítica del sentido común” ya no trata la descripción de una espacialidad jerarquizada sino cómo esa espacialidad coloniza la subjetividad y se naturaliza en cuanto sentido común. Esta es la especificidad de la colonialidad moderna, pues su más alto grado de objetividad no se encuentra en lo objetivo de la realidad sino en la subjetividad como productora de objetividad; esto significa que el mundo moderno –y el capitalismo, como la expresión económica de la modernidad– puede ahora desarrollar sus posibilidades, del mejor modo posible, como la pura proyección del horizonte de expectativas de los individuos.
Se naturaliza la clasificación global centro-periferia como lo deducido de una previa clasificación antropológica racial que actualiza, en términos modernos, un viejo dogma de fe aristocrático-imperial: “no todos somos iguales”. El hasta dónde se admite la igualdad es lo que establece las fronteras de lo que se acepta como humano. Gracias al racismo, aquellas fronteras hacen geopolítica, es decir, configuran dónde hay seres humanos y dónde bárbaros, o sea, el mundo no sólo se divide en norte y sur sino que aquello significa rotundamente: superiores e inferiores (a nivel global y local). Esta es, en definitiva, la creencia básica que constituye la moralidad propia de la modernidad como proyecto de dominación. En ese sentido, la geopolítica centro-periferia es, en realidad, una previa antropología.
Por ello las formas de dominación hallan, en la clasificación antropológica que produce el racismo, una legitimación que las hace más consistentes, duraderas y estables a largo plazo. Porque esa clasificación antropológica entre superiores e inferiores naturaliza de tal modo la desigualdad que la injusticia ya no se la percibe como injusta sino como producto de una selección biológica. Por ello es que no es lo mismo cuestionar la injusticia que la desigualdad humana. Hasta los ricos y poderosos del mundo admiten que el mundo es injusto, pero no se deriva de esa constatación que todos seamos entonces iguales a la hora de querer democratizar la riqueza.
Precisamente, porque la injusticia se la percibe naturalizada, el capitalista considera su riqueza como bendición. Para ello hay toda una ciencia económica y jurídica que justifica su riqueza, haciéndole creer que eso es fruto de su talento y emprendimiento. Un análisis crítico podría demostrarle que su riqueza es producto de acumulación de plusvalor, o sea, robo de trabajo ajeno, nunca pagado, pero eso le conduciría a un problema ético, porque el supuesto milagro de su riqueza no sería tal y su suerte ya no dependería de dios sino de la desgracia ajena.
Pero el sistema económico no puede permitirse tal situación en el desenvolvimiento exponencial de su crecimiento; por eso crea conocimiento, instituciones, academias y universidades para, precisamente, sustraer esa ecuación de todo análisis económico; para que los impulsores y agentes económicos hallen seguridad en sus decisiones y apuestas; porque el capital necesita estar en movimiento ininterrumpido y no puede permitir las dudas existenciales en sus actores. Si el capital no crece muere y todo empresario sabe eso, por eso él mismo se ofrece como mediación de ese crecimiento eterno; es decir, su abnegación consiste en interpretar que su emprendimiento es un literal sacrificio personal que hace a una entidad cuasi divina: el “crecimiento económico” (el institucionalismo típico de los analistas contiene esa carga teológica: la relación fetichista con las instituciones consideradas como sagradas).
Esto es lo que constituye toda una religiosidad que impregna de beatitud a todo el movimiento económico. Por eso las iglesias católicas y evangélicas, bendicen la riqueza de su concurrencia, porque si todos persiguen el crecer indefinido, es el dinero el que confirma aquello como un acto de consagración; de tal modo que se realiza un acto sustitutivo, por el cual, ya no hay la contraposición entre Dios y el Cesar sino que ahora aparece una equivalencia sagrada: lo que es del Cesar es también de Dios.
Frente a esa inversión del propio mensaje cristiano original, la izquierda siempre se halló en una indefensión absoluta, porque gracias a su secularismo militante, nunca pudo comprender cuál es el misterio que se halla detrás de la sociedad moderna (como progenitora del capitalismo); en consecuencia, tampoco nuca comprendió cómo es que se auto-produce, restaura y renueva a sí mismo el capitalismo, incluso con las mismas banderas de los oprimidos. Es más, precisamente por no comprender ese misterio, para su propia desgracia, todas las epopeyas históricas que protagonizó, sólo sirvieron para entregarle a la derecha, en bandeja de plata, una nueva reposición de su poder.
Y eso es lo que está pasando con Brasil –y con la primavera democrática latinoamericana– y su desenlace con la restauración de una derecha más altisonante y envalentonada. Es entonces la propia izquierda la que genera derechas renovadas y esto quiere decir que: hasta el “socialismo del siglo XXI” corre el riesgo de generar, para su desgracia, también un “capitalismo del siglo XXI”. O sea, que su renovación ni siquiera sería obra suya sino de una izquierda que le brinda los mejores argumentos –discursivos y políticos– para su reposición en medio de una crisis que parecía terminal.
El secularismo propio de la izquierda le hizo perder de vista que el capitalismo es una religión y lo es porque lo que hace la modernidad es bajar el cielo medieval a la tierra, y lo hace en términos de un futuro consagrado por el mito del progreso infinito. La religiosidad del capital se sostiene por esa creencia, pero la izquierda, ciega de aquello, no sólo que no sabe poner a crítica esa creencia sino que ella misma se autodefine como “progresista”. ¿Cuáles son las consecuencias políticas de aquella ceguera?
El capitalismo produce miserables; cuando la izquierda los rescata, los saca de la miseria sin nunca originar una nueva creencia, de modo que los pobres encuentran, como único horizonte de expectativas, el mismo que impone el mundo del patrón y del señor, o sea, los pobres –con ahora aspiración de ricos– se convierten en el nuevo núcleo de reclutamiento de la oligarquía, prestos para defender los valores y la moralidad propia del sistema de dominación. Por eso ya no votan por el proyecto que los sacó de la miseria sino que, gracias a los nuevos ingresos que tienen, el consumo al que aspiran es lo que ahora los constituye en subjetividad burguesa, o sea, moderna.
Y esto significa la naturalización de una condición esencial que hace a la sociedad moderna como productora sistemática de desigualdad estructural: “no todos somos iguales”. Si “no todos somos iguales”, el salir de la pobreza es percibido como una “inclusión”; ya sea como un favor o como un derecho, ingresar es algo privativo, por eso defiendo mi nueva situación y ahora apoyo todo aquello que signifique ya no volver abajo sino subir más arriba.
Mi nueva situación me hace conservador. Entonces ya no voto por el proyecto que me sacó de la pobreza sino que ahora voto en contra de él, porque toda nueva inclusión es una amenaza a mi nueva situación. Si quiero subir más arriba entonces debo comportarme como alguien de arriba, o sea, debo demostrar mi nueva adscripción, ser y comportarme como consciencia moderna, o sea, burguesa. La riqueza necesita siempre miserables a quienes explotar, por eso un proceso de emancipación acaba promoviendo nuevas formas de dominación. En esa dialéctica es que el capitalismo se puede renovar en nuevos procesos de acumulación que ahora le brinda una nueva clase media que, en su sobrevivencia, ha sabido generar las formas más variadas y novedosas de explotación.
La desigualdad entonces se presenta como promotora misma del desarrollo y el progreso. Si todos aspiran a eso, todos compiten por alcanzar algo que, sin embargo, no es para todos. Sólo la desigualdad garantiza un mundo donde se pueda acceder a todo; la fe básica consiste en que el dinero lo compra todo, hasta el paraíso, por eso hasta el diezmo se vuelve la garantía misma de la fe. El capitalismo puede entonces funcionalizar toda creencia bajo la forma religiosa del crecimiento exponencial; de ese modo se espiritualiza la acumulación y la riqueza se convierte en la antesala de la vida eterna. Por eso la injusticia se la tolera, porque la salvación ahora se la entiende como evasión, y esto significa justificar la desigualdad como presupuesto básico de un mundo imperfecto; donde lo imperfecto es el ser humano, por tanto, si ya no hay recursos para todos, el problema no es la economía sino que somos demasiados, o sea, hay gente que sobra.
Por ello decíamos, cuestionar la injusticia no es lo mismo que cuestionar la desigualdad. Cuestionar la desigualdad humana supone amplificar la crítica que se hace al capitalismo hacia una crítica al horizonte cultural y civilizatorio que lo hace posible: la modernidad. Porque para que haya explotación, debe existir previamente una devaluación de la humanidad misma que haga posible la desigualdad básica en un sistema de dominación. Por eso una dominación es sólo efectiva si domina las formas de producción y reproducción de la vida; dominar ello significa haber penetrado en los procesos de constitución de la subjetividad de los individuos. En eso consiste la “modernización”.
Si el capitalismo es una religión es porque su horizonte cultural es profundamente fetichista. El capitalismo es sacrificial porque toda la racionalidad moderna es fetichista, es decir, encubre sistemáticamente la realidad por medio de mitos que, como sujetos sustitutivos, o sea, como fetiches, desplazan a la propia humanidad y acaban actuando a espaldas de los actores, decidiendo, como auténticos dioses, quién vive y quién muere. El “realismo” de los realistas encubre esto; en ese sentido, el argumento de “más técnica menos política” es la capitulación al fetichismo prototípico moderno: el ser humano ya no es más actor, menos sujeto, es apenas un medio de los designios divinos del mercado y el capital. Ese supuesto realismo es el que nos está conduciendo, sólo en el último siglo, a sobrepasar los límites físicos mismos del planeta (frente a ello, los tecnócratas no saben qué decir, porque salvar al planeta no es una decisión técnica sino política).
¿Por qué sabiendo eso, la gente apuesta por el mismo proyecto que está destruyendo la vida? La izquierda misma alimenta esa aporía cuando no cuestiona ni al desarrollo ni al progreso sino más bien los fomenta, alimentando una economía que, de ese modo, se repone de su crisis crónica por una renovada fe en sus mitos y valores. El mundo es también un estado de consciencia, de modo que, si el mundo halla correspondencia con el horizonte de expectativas de la consciencia social, entonces el mundo continúa aunque se esté desmoronando por dentro.
Ese estado de consciencia es como una emisión energética que actúa como la fe, alimentando a un mundo que precisa de esa transferencia de vida que le brinda las expectativas colonizadas de una sociedad funcionalizada en torno al progreso infinito. Para que un mundo se haga realidad, los individuos deben de creer en él. Por ello se trata de una religiosidad que no puede ser estudiada con las herramientas propias de las ciencias sociales. El ámbito mítico de la existencia es algo desconocido para la ciencia, ni qué decir del ámbito religioso de la vida humana. Su negación nunca ha significado su superación. La despreciada teología podría dar luces al respecto, pero el ateísmo propio del individuo moderno –izquierdista, revolucionario– le hace perder de vista esta parte consustancial de la vida misma.
Ese ámbito es donde se puede tematizar el sistema de creencias y el horizonte de expectativas que deciden en el individuo sus opciones vitales, es decir, políticas. Esto quiere decir que las apuestas políticas no son tan racionales y ello explica el por qué puede manipularse el voto. Cuando los analistas calumnian el populismo, lo hacen porque no saben desmontar analíticamente las estructuras mítico-simbólicas que constituyen sistema de creencias en la subjetividad social. Por ello mezclan todo; actores tan distintos, como Trump o Evo, Bolsonaro o Lula, aparecen como lo mismo; así como el nacionalismo del supremasismo blanco de Trump no es ni remotamente homologable a la “patria bolivariana” de Chávez, así tampoco Bolsonaro podía ser entendido por clichés y lugares comunes de la retórica “políticamente correcta”. Lo peor sucede cuando a la hora de analizar los resultados, hasta la misma izquierda se sujeta al guion mediático (la torre de Babel moderna).
Por ejemplo, todo el análisis mediático llega apenas al punto de señalar a la corrupción como el detonante del viraje en el voto brasilero, pero esto es, como de costumbre, explicar un fenómeno con otro fenómeno, y esto quiere decir, no llegar al fondo del asunto. Si la corrupción pesara tanto, hace rato que el neoliberalismo debiera de haber desaparecido. Pero desde que la corrupción se hace cultura política –gracias al neoliberalismo–, ello nunca detonó nada comparable al rechazo actual que protagoniza la oposición. Una “geopolítica del sentido común” nos sirve para señalar que la idiosincrasia de la clasificación social admite y tolera excesos y hasta abusos cuando estos no atentan a las jerarquías mismas de esa clasificación.
La intolerancia no es activada por la corrupción, porque hasta la corrupción, en la desigualdad naturalizada de toda sociedad colonial, se la entiende como un usufructo legítimo y privativo de la casta señorial. El propio conjunto social admite que, si la corrupción fue siempre moneda de uso corriente –desde que se tiene memoria–, ésta era tolerada porque en la escala social no se puede objetar a los patrones; pero si el obrero, campesino, o peor, si el negro o el indio roba, esto ya no puede ser tolerado, porque en un mundo desigual hasta la corrupción no iguala a nadie. Esa es la típica hipocresía de una sociedad racista.
En la escala social al rico se le puede permitir todo, pero al pobre nada. Por ley se establece cuánto debe ganar el pobre, pero no hay ley que dictamine hasta cuánto puede ganar un rico. ¿Por qué la corrupción se viraliza? Porque se le añade el componente clasificatorio racial, como devaluación absoluta de la humanidad del otro, y esto conduce a su satanización. Entonces el problema no es la corrupción sino siempre la amenaza que teme toda sociedad colonizada: que los inferiores compartan lo que consideramos únicamente nuestro.
Por eso la clasificación social legitima la desigualdad fundante y garantiza la estabilidad al interior del ámbito de inclusión. Cuando esa desigualdad es interpelada es cuando se sacude la sociedad y sale en defensa de sus valores, como el escudo moral que precisa para enfrentar la tan temida democratización de la riqueza. Entonces no es la amenaza a la democracia sino la democratización de la riqueza lo que detona el conservadurismo de todo el ámbito social de inclusión.
La izquierda latinoamericana, fiel al dogma ortodoxo marxista de que lo económico es la base de todo, cree que basta con satisfacer necesidades básicas para producir la revolución. Adopta la misma retórica del capitalismo del siglo XX, y lo hace consagrando los mismos valores burgueses, o sea, modernos y, de ese modo, no hace más que reponer las condiciones básicas para que la propia sociedad active su motor productor de desigualdades estructurales.
Incluso, es la propia izquierda la que capitula toda revolución popular cuando adopta ingenuamente la terminología dominante como diccionario democrático. Antes podía distinguir, aunque mal, entre democracia burguesa y proletaria; pero una vez lograda la democracia –después de las dictaduras– la izquierda ingenuamente acepta la nomenclatura que impone la “Comisión Trilateral”, aceptando lo que el Imperio entiende por democracia. Eso deviene inevitablemente en consagrar las “reglas de juego democrático” que impone la democracia neoliberal; que básicamente instituyen un sistema democrático al servicio del capital ya ni siquiera nacional sino transnacional. En ese sentido, la defensa de la desigualdad fundante se disfraza como defensa del “sistema democrático”; el “demos” real es desplazado conceptual y orgánicamente, de tal modo que el “kratos” de la democracia se circunscribe al poder instituido de una clasificación social que legalmente consagra la desigualdad estructural.
Esto deriva en la peor confusión que conduce, inevitablemente, al fracaso de nuestros procesos: confundir pueblo con sociedad. Y esto significa la pérdida de referencia utópica que hace a un pueblo sujeto histórico y no la mera adscripción a una pertenencia ficticia (como es la abstracción “nación” o “ciudadanía”). Si aquella pertenencia logra todavía congregar al conjunto social y le hace inclinarse por tendencias hasta fascistas, es porque no hay una seria interpelación a los valores mismos del sistema; de modo que estos siguen activando en la subjetividad de los individuos una resistencia a todo aquello que signifique optar por otro horizonte de vida. Cuando la izquierda adopta la nomenclatura moderna no se da cuenta que, de ese modo, promueve los valores burgueses, cuyo contenido es la consagración de la desigualdad fundante.
Las políticas sociales que adopta entonces se encargan, hasta por inercia, de expandir el horizonte de consumo moderno-capitalista, y esto no hace más que activar, en los individuos, un aburguesamiento promotor de apuestas conservadoras. El pueblo mismo es vaciado de su espíritu utópico promotor de un nuevo horizonte de vida –que es lo más urgente y necesario en esta crisis civilizatoria– y se lo incluye a lo mismo que era lo que había que transformar. Aparece el termidor de la revolución que expropia el poder de decisión histórica y se impone como sujeto sustitutivo, desplazando al pueblo a ser una mera referencia discursiva y diluye, con ello, su poder; debiendo pactar con los poderes instituidos, al margen del pueblo, y capitular la posibilidad de la transformación, logrando, de ese modo, la reposición de los poderes fácticos y su capacidad de influencia en el derrotero político. De ese modo, la opinión pública no trasciende su formato usual y retorna a ser sentido común de los valores del sistema de dominación.
Un sentido común colonizado sólo responde a los valores imperantes y, cuando estos se hallan amenazados, entonces la sociedad puede asumir opciones hasta retrogradas, incluso justificar la guerra. Eso pasó en Europa y USA antes de la segunda guerra mundial. Y eso es lo que se está hilvanando en la disputa global que USA emprende contra China y Rusia. El trasfondo geopolítico del triunfo de Bolsonaro describe esta peligrosa cadena de acontecimientos que configuran un escenario pre-guerra (por eso no es anecdótica su amenaza de hacerle la guerra a Venezuela). Si el Imperio perdió Siria y, con ello, el “Medio Oriente ampliado”, necesita balcanizar a Sudamérica para frenar la influencia de las potencias emergentes en lo que considera su “patio trasero”.
Por eso ya no le interesa la democracia y ello explica que socape la aparición de figuras que rayan en la insensatez; porque en un mundo en disputa, con su hegemonía en decadencia, lo que le queda es promover el puro desastre, como “caos constructivo”, en una política de desestabilización global que promueva un nuevo orden mundial basado en la generación de un nuevo mercado: la estabilidad como mercancía de lujo para quienes puedan costearla.
La guerra financiera entre USA y China es ya una situación de pre-guerra que, sumado a la rusofobia del establishment gringo, desata de nuevo las más arraigadas fobias gringas que Hollywood se encargó de hacer sentido común. El odio al comunismo de las elites locales actualiza aquella mitología gringa y sintetiza la creencia plutocrático-señorialista en la desigualdad humana, y eso se muestra en los miedos repuestos de la clase media, atizados por la mediocracia, despertándole como reserva de reclutamiento de los valores burgueses.
Mientras los valores del sistema (la desigualdad fundante) no se ven afectados, entonces puedo experimentar “orden, paz y progreso”, como el cielo sustitutivo de las expectativas comunes, el cual prescribe una selección que se impone como natural. Una vez que creo aquello, aunque no lo goce –porque se trata precisamente de un cielo–, hace que me constituya en devoto de un mundo basado en la desigualdad humana.
La izquierda cuestiona la injusticia pero deja incólume la desigualdad presupuesta en la clasificación antropológica moderna. Esto quiere decir que hasta la izquierda es racista. Y eso hace que el socialismo que pregona no sea sino un capitalismo encubierto. Por eso no cree en el pueblo en tanto que pueblo, o sea, en tanto sujeto histórico proyector de un nuevo horizonte político.
Es la misma izquierda la que anula el poder popular como creador de un nuevo desiderátum civilizatorio y, para desgracia de todos, se encarga de subsumirlo en la lógica de la dominación, diluyendo todo su potencial revolucionario. Hasta el propio Imperio fue más lúcido a la hora de leer geopolíticamente el nuevo contexto global post-occidental, cuando se dio cuenta que la primavera democrática latinoamericana estaba siendo protagonizada por lo más excluido y despreciado por la modernidad, esto es, lo indio y lo negro; y que eso podía significar, si se profundizaba esa irrupción, la proyección utópica más genuina que podía transformar al siglo XXI y acabar definitivamente con el paradigma moderno.
Si detrás de toda epopeya revolucionaria, hay una nueva espiritualidad que precisa explicitarse, la izquierda y su ateísmo antediluviano se está encargando de apagar aquello para beneficio exclusivo del capitalismo. No vamos a curarnos del triunfo conservador en Brasil atacando la figura de Bolsonaro; no se trata del individuo sino de las categorías políticas que representa. Por eso debemos preguntarnos sistemáticamente el por qué de ese triunfo, como una autocrítica necesaria a los procesos que iniciaron nuestros pueblos. Sólo la fidelidad a lo más genuino y propositivo del pueblo es lo que puede restaurar el poder popular y renovar la verdadera fuerza que teme el Imperio: el espíritu utópico que vive como actualidad potencial en lo más despreciado y excluido por la modernidad. Y para los evangelistas que apoyan a Bolsonaro, recordarles la Primera Carta a los Corintios del apóstol Pablo: “Dios escogió a los débiles y a los menospreciados por el mundo para confundir a los sabios y a los poderosos”. Es hora que se pregunten: ¿Quiénes son los débiles y los menospreciados por este mundo?

La Paz, Bolivia, 30 de octubre del 2018
Rafael Bautista S.
autor de: “Pensar Bolivia del Estado colonial al Estado plurinacional:
El tablero del siglo XXI”,
de próxima aparición.
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com

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